Candidaturas presidenciales: entre promesas vacías, ataques personales y la ausencia de un verdadero proyecto de país
- Centro de Pensamiento Colombia Humana
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Las recientes intervenciones de varios candidatos presidenciales y de dirigentes políticos que los acompañan, revelan un fenómeno inquietante: la profunda ausencia de propuestas serias y la degradación progresiva del debate público. En lugar de iniciativas sólidas, sustentadas en análisis rigurosos y visión estructural estratégica, lo que predomina es un discurso improvisado, carente de soporte técnico, acompañado de un intercambio permanente de descalificaciones que convierte la política en un espectáculo banal.
Esta superficialidad contrasta con la compleja realidad económica que el propio Gobierno ha reconocido: un déficit fiscal creciente que limita la capacidad del Estado para emprender nuevas políticas sociales con respaldo presupuestal cierto, además de una deuda externa que avanza de manera desproporcionada respecto de los ingresos de la nación. La sostenibilidad fiscal y la credibilidad internacional enfrentan tensiones serias, mientras el debate político transita en dirección contraria, anclado en frases efectistas y promesas inviables.
En este contexto, persiste un silencio preocupante en torno a la formulación de un modelo de desarrollo integral que proyecte crecimiento económico sostenido, fortalecido por la productividad, la ampliación del mercado interno y la superación de las brechas históricas que reproducen pobreza y desigualdad. No se observa una visión estratégica de país, ni diagnósticos rigurosos que asuman la magnitud de los desafíos estructurales. Tampoco aparece la conexión indispensable con las transformaciones que exige el momento histórico.
Más grave aún es el deterioro del debate político, reducido al ataque personal, la descalificación y el insulto; un escenario donde la confrontación se transformó en espectáculo. Resultaría esperanzador escuchar propuestas que trasciendan los ciclos gubernamentales y se consoliden como verdaderas políticas de Estado: productividad, transición económica, seguridad humana, reforma rural estructural, fortalecimiento del mercado interno, democratización del crédito, empleo digno, economía del conocimiento, transición energética justa y políticas públicas de largo plazo.
Persisten, sin embargo, voces que con grandilocuencia prometen “acabar con la inseguridad” como si esta fuera un fenómeno aislado, ajeno a la realidad profunda del país. Se repite una retórica de soluciones mágicas, según la cual bastaría con endurecer penas, multiplicar patrullajes o producir titulares rimbombantes para resolver décadas de abandono estatal, desigualdad estructural y territorios sometidos históricamente a la ausencia del Estado.
Esa narrativa ignora que la inseguridad no surge por generación espontánea. Es el resultado de estructuras sociales fracturadas, de una economía incapaz de integrar a millones de personas, de la exclusión territorial y urbana que margina a comunidades enteras, y de la persistencia de la violencia como lenguaje público allí donde el Estado nunca construyó ciudadanía. La verdadera responsabilidad política no consiste en decir lo que suena bien, sino en comprender que la seguridad es inseparable del modelo de sociedad que se construye. Lo demás es oportunismo electoral y una peligrosa negación de la realidad, que lejos de resolverla perpetúa el ciclo de violencia que se afirma combatir. Pareciera pesar más el interés individual de llegar al poder que la responsabilidad de asumir los desafíos estructurales que condicionan el futuro nacional.
Colombia exige ideas, no arrebatos; soluciones, no agresiones. Se requiere un proyecto de país con visión de largo plazo, capaz de garantizar crecimiento económico sostenible y fortalecer las capacidades del Estado para cumplir su mandato constitucional: proteger la dignidad humana y asegurar condiciones reales de justicia, igualdad y bienestar para todas y todos los colombianos, avanzando hacia una paz duradera con justicia social.
El momento histórico demanda elevar el debate público, abandonar la lógica del insulto y la simplificación, y asumir una discusión seria orientada a construir un horizonte de prosperidad, cohesión social y verdadera reconciliación. El país necesita otra ruta: un diálogo que derive en un gran acuerdo nacional, construido con compromiso genuino de todas las fuerzas políticas y de la sociedad en su conjunto, que oriente una agenda de paz con justicia social y que consolide un modelo de desarrollo capaz de cerrar brechas históricas.
Sin ese pacto básico sobre lo fundamental, la nación seguirá atrapada entre la polarización improductiva y la ausencia de un proyecto común que reconozca la urgencia de enfrentar las desigualdades que han alimentado la violencia y la exclusión durante décadas.




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